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Como la cigarra - fragmento

  • Foto del escritor: Vaquita de Falaris
    Vaquita de Falaris
  • 23 jul 2021
  • 6 Min. de lectura

Demetrio se quitaba la corbata pensando satisfecho en lo que había sido el día. Paseaba la mirada por la estupenda habitación del hotel. No le habría apetecido estar en un lugar mejor. Se asomó al frigobar sintiendo la brisa que le acariciaba el pecho, entrando por la camisa desabotonada. Trataba de elegir una botella de espumoso o algo más fuerte para celebrar el estupendo día.

Mientras tanto, en el piso de abajo, Josefina se había quedado congelada apenas cerró la puerta. La recámara llena de espejos enmarcados y el inmenso cuadro al óleo junto a la cama con dosel. Se sentía orgullosa y al mismo tiempo, ajena, pequeña. Contrario a Demetrio, que acostumbrado al lujo se desenvolvía como en casa.

Era la primera vez que la llevaba consigo a un viaje como ese. Como parte de las actividades de la feria del libro, una fundación estadounidense le había entregado un premio. Todo el día la había tratado con frialdad, sobre todo frente a los americanos. Al menos en la cena fue más cordial, con el respeto que durante el día había dejado de lado, incluso le agradeció frente a todos su enorme esfuerzo. Dudaba si había sido sarcasmo. Estaba tan confundida que no sabía por dónde empezar a organizar sus recuerdos.

No lograba amarrar en su cabeza todas las escenas. Los desplantes de Demetrio durante toda la jornada en la feria del libro y luego su forma de acariciarla en la espalda, muy abajo, de forma electrizante, en la clausura.

Ya no era tan reservado con ella en el trabajo, pero cuando la corregía, sus palabras eran más intensas y crueles que al principio. Y sin embargo esa noche la había tocado, y más de una vez se acercó a susurrarle instrucciones al oído. Nuevamente la había mirado con otros ojos.

Salió decidida de su habitación, casi corriendo a través del pasillo con piso de piedra labrada, tratando de no hacer ruido al pasar frente a las puertas de vidrio de las habitaciones cercanas. Se levantó un poco la falda de algodón negra que le cubría hasta los pies, para subir sin tropiezos por la moderna escalera de acero que contrastaba armónicamente con la arquitectura colonial de la construcción. La suave brisa de la noche acariciaba la piel de sus brazos desnudos. Sintió cómo el frío hizo endurecer sus pezones bajo la blusa de seda rosa.

Cuando llegó a la puerta de la habitación de Demetrio dudó por un segundo. Tras tomar aliento, golpeó suavemente con sus nudillos, igual que hacía a diario, tocando a la puerta de su estudio.

Demetrio ni siquiera preguntó quién era, ya lo sabía. Abrió la puerta en silencio, con un ademán casi piadoso. Aún no se quitaba la camisa y llevaba el pantalón desabrochado; estaba descalzo. Una pequeña barriga, prueba de la vida de gustos y placeres a los que estaba habituado, asomaba sin pena; no tenía ni un solo vello en el pecho.

Josefina se quedó mirándolo, dudando qué decir.

—Yo... quería... —ni siquiera terminó la frase. Demetrio le extendió la mano, atrayéndola hacia sí mientras cerraba la puerta.

La llevó hacia la cama sin decir una palabra. Con una suavidad contundente empezaron a desnudarse el uno al otro. Por fin, todas las palabras no proferidas, todos los suspiros disimulados, todo el deseo que día a día quemaba a Josefina brotaba ahora de su cuerpo, en medio de esa habitación, en una ciudad lejana a su rutina. Lo besaba mientras le sacaba la camisa. Él le desabotonó la blusa al mismo tiempo que besaba su barbilla. Luego acarició su cara con ambas manos, y cerrando los ojos, la besó con toda la pasión que había contenido desde el día que ella le tomó la mano por primera vez.

Sus manos se convirtieron entonces en el emisario de un mensaje de amor y protección. La rodeó, abrazándola con fuerza mientras depositaba todo su aliento en sus labios. Ansioso, recorrió la cintura y cadera de Josefina, hasta tropezar con la costura de la falda, que le bajó suavemente, acariciando sus nalgas. La firmeza de esos glúteos y la suavidad de su piel eran lo más exquisito que había tocado desde hacía tiempo. Dejó caer la falda y se separó de ella. Josefina lo miró con los ojos colmados de amor, llevó su mano derecha a la espalda y desabrochó el sostén negro, dejando escapar sus deleitosos senos, que caían perfectos en forma de pera. Demetrio, dichoso, los sujetó como cuencos ansiosos por contenerlos; la electricidad lo recorrió desde la palma de sus manos hasta su nuca cuando hizo contacto con los pezones. Josefina sentía que su cuerpo había desaparecido para dejar lugar a lo que experimentaba, a su piel vacía de ella, para colmarse del aliento y las caricias de Demetrio. Busco sus labios, que empezó a morder cada vez con más vehemencia.

Se recostaron juntos, él sobre ella, haciéndole el amor pero sin penetrarla. Solo frotándose, firme contra su húmedo calor.

— Te necesito –dijo Josefina suplicante. Y no se refería solamente a la urgencia de su cuerpo dentro de ella. Era la necesidad de sentirse amada por él. De que perdiera el control, igual que ella, que se había abandonado a partir de ese momento y para siempre a sus manos.

Demetrio se retiró, suspirando hondo.

—No podemos… no así. —Se levantó de la cama y se dirigió al baño. Desnudo a contraluz, llamó a Josefina– Ven, necesitamos refrescarnos.

Antes de levantarse lo recorrió con la mirada. Era el cuerpo de un hombre mayor, las piernas más delgadas de lo que se podía adivinar bajo el pantalón de lino. Sus hombros eran menos ostentosos sin las hombreras del saco, pero su porte y el ademán con el que la miraba desde el marco de la puerta, denotaban gallardía y fuerza. Se levantó de la cama, caminando de puntillas ante al tacto frío del suelo.

Demetrio la recibió en la puerta del baño con más besos. Abrazados y sin dejar de acariciarse entraron a la regadera, él abrió la llave. Josefina sintió su piel estremecerse bajo el primer chorro de agua que aún estaba fría, sintió la falta de aliento por el cambio de temperatura y solo mientras el agua comenzaba a calentarse reparó en cómo las manos de Demetrio le acariciaban las caderas.

Él la había llevado hasta ahí tratando de lavarse el deseo, desechar la lujuria para darle un tierno baño, pero la pasión se deslizaba en ellos lo mismo que el agua cada vez más tibia. Tomó el jabón e hizo espuma con las manos antes de continuar acariciándola.

Dejó que el jabón se fuera con el agua y la empujó contra el frío azulejo color hueso. Le separó las piernas con la mano izquierda mientras que con la derecha la sostenía del cuello, besándola y mordiéndole la barbilla. Era casi violento; Josefina estaba en éxtasis, ansiosa de por fin sentirlo dentro de ella.

—No voy a penetrarte, pero quiero que te vengas —dijo, con voz ronca. Parecía increíble que él estuviera conteniéndose. Empezó a acariciarle la parte interna de los muslos y jugando con el vello púbico, recorrió con las yemas de los dedos los labios mayores de esa mujer que, excitada, le parecía más seductora que nunca; separó sus labios mayores y al dar con el clítoris, comenzó a mover sus dedos índice y medio con rapidez. Josefina gemía con los ojos cerrados, levantando la cara, y unas pocas gotas de la regadera le caían en los labios. Por cómo arrugaba los ojos y jadeaba cada vez más alto, Demetrio supo que no le faltaría mucho para llegar al orgasmo. Observó cómo tensaba las piernas unos segundos después, y a pesar de no haberla penetrado, obviaba las contracciones de su vagina. La acarició de nuevo, sintiendo la lubricación. Estaba tan húmeda que no habría tenido problema para hundirse en ella.

—¿Te viniste? – la besó sin dejarla responder— Yo también quiero acabar —dijo, separándose de ella y recargándose en la pared. Tomó su pene, jalándolo con la mano derecha, mientras que el dedo pulgar se movía en círculos casi imperceptibles sobre el glande. Ella no entendía a qué clase de perverso juego estaban actuando, pero se acercó a él, tomó la mano que tenía ocupada en su miembro para llevarla a sus pechos, y empezó a masturbarlo, mientras le succionaba el labio inferior. En poco tiempo, él suspiró, dejando salir un hilo de semen que terminó entre el pubis y el ombligo de Josefina.

Regresaron a la cama a descansar después de lavarse. Josefina se sintió un poco decepcionada, y a la vez avergonzada. “Habría sido una estupidez hacerlo sin preservativo… él fue quien se controló y no yo ¿qué va a pensar de mí?” se recriminaba. Acostados sobre el suave cobertor, ella bocabajo, él a su lado, sobre un costado, le acariciaba la espalda y a ratos el cabello medio trenzado con listones color magenta.

—Me gusta tu cabello, peinado a lo Frida Kahlo, –entre palabra y palabra dejaba caer algunos besos en su espalda– no sabía que eras fan.

—No soy fan, pensé que a los gringos les gustaría el toque folklórico…

—Me gusta, te ves preciosa. Y cierto, les gustó a los gringos.

Se hizo un agradable silencio. Era la primera vez, que Josefina veía a Demetrio de esa forma, desnudo, libre… cariñoso. Se quedó dormida mientras él la arrullaba con caricias. Él continuó hasta que notó la respiración del sueño, una sensación de satisfacción le invadió. Tenía a Josefina para él, era evidente que ella le adoraba, pero ¿lo amaba? ¿O sería alguna retorcida disposición de subordinada por un superior? No, debía borrar esa idea de su mente. Sería peligroso que su reputación se viera comprometida por un affaire con su asistente, una exalumna. Tenía el deber de no abusar de ella. Pero la amaba y ella no había olvidado la confesión de hacía un año.


 
 
 

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